miércoles, 30 de enero de 2019

¡Vaya vuelo! ¡Vaya lección!

“Gracias Dios por darnos otra oportunidad”, fue el grito que lanzó una mujer entre las filas 15 y 20 del avión que aterrizó en el Aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón este pasado enero 27 de 2019. El grito resonó desde la punta del avión hasta la parte final de la cabina mientras el capitán del avión, carreteaba la aeronave hasta la puerta de embarque. Minutos antes del grito, él mismo, el capitán, en un inglés atropellado nos informaba que la hora local era las 23:15 del día domingo, después de agradecernos por volar en esa compañía aérea.


Yo de inmediato al escucharlo, me dije: “en esta aerolínea, no quiero volar jamás”.

No me malinterpreten. Quiero seguir volando para llegar a sitios, atravesar geografías, pasar de un huso horario a otro y desafiar la noción que estamos condenados a permanecer y observar todo, desde esta pequeña orilla del mundo en el que nos tocó nacer. Pero NO quiero, repito, NO quiero, NUNCA volver a hacerlo en un vuelo como este del 27 de Enero, a comienzos de un año que promete muchos vuelos más.

Resumen de los hechos: Nuestro avión pocos minutos después de despegar encontró una turbulencia severa a la que el piloto decidió medírsele. Se sintió como estar en el centro de una licuadora desquiciada que nos rebotaba haciendo que subiéramos y bajáramos con intermitentes caídas al vacío que hacía prever el peor de los desenlaces. 

Cuando pude recapitular  la historia, al otro día, después de dormir en tierra firme por más de 8 horas, descubrí algunas imágenes interesantes presentes en mi mente todavía. Todo un repertorio “jugoso” de reacciones de las y los humanos que estuvimos unidos por la vivencia de esta experiencia.

Comenzando por las mías. Lo intenté todo para tratar de calmarme: recitar Ommmmm siete veces, cantar mantras, hacer ejercicios de respiración profunda y confirmo, no hay nada que valga. No sirve para nada la práctica de 5 años de yoga para dominar el estado de físico pánico, el miedo que se apodera de tu cuerpo ante la sensación de pérdida de control sobre todo lo que conoces como tu momento presente. Cuando concluí que nada funcionaba, opté por poner en práctica la anticipación en negativo; es decir, asumí la visualización de un choque inminente y entré a repasar la rutina que durante décadas nos han recitado cuando nos sentamos en el avión, nos amarramos los cinturones y nos piden que pongamos atención a la información sobre qué hacer en caso de emergencia.
Como una desaforada empecé a ubicar el lugar debajo de la silla donde se supone que están los chalecos salvavidas y nada; lo único que alcanzaba a tantear era una superficie dura que no contenía ninguna bolsa o lugar de donde extraerlo. No pude encontrarlo. Quizás mi silla no tenía, porque “claro en clase económica de una aerolínea de bajo presupuesto, como en el Titanic, no hay chalecos salvavidas para todas las personas”, me dije. Patética.  “¿Será demasiado tarde para revisar la famosa cartilla?”.  Pucha! La tomé entre mis manos temblorosas y no vi nada que pudiera quitarme la certeza feroz que se me había clavado como la mordida de un caballo en la mandíbula, que ese vuelo no iba nada bien. A pesar de la voz del piloto diciendo que nos tranquilizáramos que íbamos a salir de la turbulencia, esos, no sé si diez o quince minutos, se sintieron una eternidad. Una salvaje y desolada eternidad en la que no se sabía si íbamos a poder seguir conjugando el verbo vivir en un futuro perfecto, pluscuamperfecto, o en uno imperfecto.

Las reacciones de mis vecinos: uno dormitaba como si estuviera bajo la ducha de agua caliente y el del lado de la ventanilla, miraba desprevenidamente de un lado a otro. En los asientos de atrás, un padre y su hijo de cortos ocho años de edad, no se sentían. No musitaron palabra hasta que el niño dijo: “Papá, no pasa nada”.


Mis conclusiones:
  • En este vuelo no había pasajero o pasajera con alguna condición cardíaca. De lo contrario, hubiera sufrido, sin duda, una crisis aguda.
  • Algunas personas se vomitaron y otras, corrieron a la parte de atrás del avión, en medio del desespero, por aquel mito que dice que si hay un accidente, las personas viajando en las últimas filas, son las que se salvan. Nota: no hubo accidente, ergo no se comprobó si esto de la ubicación en el avión, aplica o no. Sin embargo, a estas personas después les ofrecieron toda suerte de bebidas alcohólicas. Hay que correr a las sillas de las filas en la parte trasera del avión, si algo así, vuelve a pasar. Bromeo. Mejor que nunca pase por esto de nuevo.
  • No hay Ommmm, mantra o ejercicio de respiración que valga cuando se enfrenta un susto de esta magnitud. No sirven 5 años de yoga, mientras no enfrentemos la posibilidad de la muerte cada día y creamos con sinceridad en lo que mi vecino de asiento dijo al final del episodio: "Señora, lo que ha de suceder, sucede".
 ¡Vaya vuelo! ¡Vaya lección!