El plan en Estados Unidos es simple: conectarme con los ritmos y rutinas de la familia. Si hay un tiempo para esto, todo lo demás vendrá por añadidura. Y bueno, a los pocos días de estar, siento que disfrutar el encuentro es también, hacer parte de los pequeños rituales familiares como ir a la heladería del barrio, a la clase de natación/volleyball, a la caminata en el parque o participar de los programas que se arman cuando llega más de una visita a casa.
Igualmente implica pasar horas y horas en lo que es parte fundamental del American Way: el automóvil. Las pequeñas ciudades en este país del norte sufren de la falta de transporte público. Considero que hay mejor sistema de transporte en cualquier ciudad pequeña o intermedia de Latino o Centroamérica que en una de los Estados Unidos. Una sociedad carro-dependiente constituye a sus ciudadanos y ciudadanas en gasolino-adictos con todo el impacto ambiental que esto suele acarrear. Pero digamos que en este hecho no hay nada novedoso. Lo que me resultó totalmente revelador, fue comprender lo que esta necesidad/adicción al carro puede generar en el estado de ánimo de la gente. Mantenerse en movimiento o aprender el arte del "commuting" (traslados para ir/llegar al trabajo, la casa,etc.) pasa cuenta de cobro en el diario vivir de las personas. Y las personas optan por acostumbrarse.
Entre reconocer estas señales de lo que implica vivir en el país más poderoso del mundo y los deseos de tomar nuevos rumbos, aparece entonces el plan de armar una pequeña maleta e ir a pasar un tiempo en la ciudad que nunca duerme: New York, New York. Las redes sociales me sirvieron para contactar a una amiga de viejos tiempos quien tuvo una rápida y fantástica respuesta a mi intención manifiesta en un correo, de pasar unos días con ella y su familia. Mi boleto de Megabus con regreso tres días después, me puso en pleno Manhattan, en el lugar de encuentro más maravilloso que pudo haber escogido mi amiga: la calle 23 con 5a avenida. Justo donde se encuentra el emblemático Edificio Flatiron. Desde donde me senté a esperar, pude ver a mi derecha la imponente fachada del Edificio Empire State.Caminé entre los bloques alrededor y desde diferentes ángulos tuve la fortuna de ver la caída del sol sobre estos dos monstruos, colosos, gigantes de la arquitectura neoyorquina. Me emocionó la visión y quise tener una cámara. Luego recordé que lo importante es lo que se retiene en la memoria.
Nueva York es una ciudad de pequeñas y grandes emociones que invita a redescubrirla cada que una pueda.
En mi paso por ella, además de ver a mi amiga, conversar y disfrutar las ocasiones que compartimos, visité el Museo de Arte Moderno (mi ritual de siempre) e hice un cititour en bicicleta. La visita al MOMA coincidió estratégicamente con el día que tiene entrada gratis y bueno, la sensación no fue muy grata porque la multitud estaba enardecida con la manía de tomarse "selfies" con cuanta obra de arte le gustaba.
En cuanto al bici-cititour fue toda una gran aventura en "la gran manzana". En un momento del recorrido entre Queens y el Parque Central, entré en pánico por estar manejando en zonas de la calle que no estaban delimitadas o que no aparecían demarcadas como corredores para ciclistas. Una vez pasado el susto, me sentí haciendo algo nuevo, único, muy recomendable. Me quedaron muchas cosas por hacer como pasear por el High Line, ir a un par de museos más (The Cloisters, por ejemplo) y quizás aprovechar un poco el mundo de los eventos Off- Broadway. Sin embargo, no me lamento porque habrán nuevos viajes a Nueva York, la ciudad que no solo nunca duerme sino que siempre te invita a volver ( eso sí con muy buen dinero en el bolsillo).
No hay comentarios:
Publicar un comentario