jueves, 8 de noviembre de 2018

Bajo el hechizo de Estambul


Eran las 3:10 p.m cuando llegué a Estambul. O al menos eso nos informó el capitán de la aeronave de Turkish Airlines. Desembarcamos y de inmediato, pensé en Touristanbul (https://www.turkishairlines.com/en-us/flights/fly-different/touristanbul/ ) considerando mis opciones de tomar el anunciado tour nocturno de la ciudad. Sin embargo, comienzo a descartarlas porque tendría que ser el aeropuerto y la zona de migración más eficiente del mundo para poder estar a las 4:00 p.m. lista en la oficina de la aerolínea en el primer piso, entregando mi pase de abordar del siguiente  vuelo, Estambul- Miami, para realizarlo.

Quedó esperar al tour en horas de la mañana.

La migración de este aeropuerto que se llama Ataturk en honor del fundador y primer presidente de Turquía, Mustafá Kemal Ataturk, es lenta y confusa. Un poco trae a mi memoria la del aeropuerto de Roma, nada más que en esta ocasión, la ameniza, el relato de un francés que parecía un náufrago con urgencia de hablar, cuyo nombre es Ciryl por lo que pude ver en su pase de abordar. A veces siento que atraigo gente contando historias. La de Ciryl era una de múltiples percances por su regreso a Europa con su novia tailandesa; el resultado, según entendí, había sido, muchos desvíos, ingresos y salidas de varios aeropuertos, la separación de la chica a quien había tenido que enviar por una ruta alterna, y claro, los costos asociados, a toda esta misión que por lo que oí, parecía imposible: coincidir en Francia. Hablaba y gesticulaba. Gesticulaba y hablaba. Y compartía lo siniestras que habían sido las autoridades aeroportuarias en varios países y cómo había tenido que pagar pasajes aéreos extra de última hora (por valor de más de 2000 ), para ir cual caballero andante y viajante, al rescate de la novia. Lucía desesperado, la verdad, y no sé, de dónde me salió preguntarle: “Y su novia, es mayor de edad?”.  Sin inmutarse, me dijo, “Si, es mayor de edad y tiene todos sus documentos en orden”. Dejo a Ciryl desesperadamente enamorado cuando me dirijo a una casilla a buscar sello de ingreso a Turquía. Una vez lo hago sin problema, me pareció recordar la época en la que tener la nacionalidad colombiana, parecía una pesadilla a la hora de cruzar fronteras. Como le resultaba ahora a la chica tailandesa. Y todos mis pensamientos, volaron de nuevo al tema de las nacionalidades y las fronteras. En este momento, con historias como las de Ciryl, no parecen ficciones, como he insistido en otras entradas. Parecen una catástrofe humanitaria.

Fría la tarde de mi arribo a Estambul.

Salgo sin equipaje distinto a mi morral y una cartera porque el más grueso, ha sido despachado hasta Miami. Estambul me recibe vestida de gris. Me detengo a pensar mientras camino los pasillos exteriores del aeropuerto, en lo que me depara esta ciudad en un lapso de tiempo tan corto: 22 horas. Por el momento, quiero un café, el famoso café turco y me dirijo a una venta de kiosko. Cuando lo pido gesticulando, noto, percibo, me percato que a mi alrededor, hay puros varones… soy la única mujer, y para más descripción, la única occidental por allí, sentada en un muro del aeropuerto, tomando sorbo a sorbo el elixir color marrón de la taza de papel cartón. Nada para recordar en este café de aeropuerto.


“Buena idea haber hecho una reserva en un hotel cerca del aeropuerto, a un costo razonable, desde Roma” pienso mientras tomo mi café. Mejor aún, aquel que ofrecía  servicio de “shuttle” o de bus desde el aeropuerto hasta el hotel. Termino mi café sin gracia y cuando trato de ubicar el paradero donde se supone debo tomar el transporte, por ninguna parte. Ok. Una llamada, lo soluciona. Nop, no hay un servicio de transporte a hotel a esa hora.  Un taxi, lo resolvería… Entonces me pongo en modo exploradora por los alrededores de aeropuerto y busco, busco, hasta encontrar, una escalera eléctrica que me lleva a un área que es aquella donde se conecta el subway de Estambul con el aeropuerto. Por un instante cruza por mi mente, la idea de ir, comprar un pasaje para ir al centro histórico porque está alejado del aeropuerto y hacer mi propio tour nocturno. Los segundos pasan y en una especie de flashback, se instalan en mi pantalla mental en blanco, las noticias de los últimos meses/años de Turquía, las explosiones en el aeropuerto, las conversaciones con mi amiga María, sobre tener cuidado en este punto de mi viaje. Imaginando me quedo y gana el pulso entre mi impulso salvaje y la cordura, esta última.  Ergo me abstengo de la aventura por físico miedo. Mujer, sola, extranjera, cansada, sin hablar turco en país musulmán, con pocas mujeres en la calle, sin brújula distinta a las ganas…tamaña osadía.

Hay osadías de osadías.  

Toma tiempo aceptar y desactivar el miedo en mi y hacer que se sincronicen mis pasos para buscar la zona de taxis del aeropuerto. Sigo por inercia caminando, por los alrededores de la zona sub hasta encontrar un pequeño supermercado donde me aprovisiono de quark, yogurt turco para el desayuno, y algunos pasteles y delicias que se encuentran, al fondo de la tienda, en una especie de panadería que  atiende un hombre de cabello blanco. Recomendación: vayan siempre hasta el fondo de estos locales que parecen puestos en su camino por algo. Siempre hay sorpresas. Él se encarga de partirlas y embalarlas en una caja de cartón que ordeno a través del lenguaje de señas. Error: compro apenas unos pocos pasteles y delicias, en vez de al menos pedir tres cajas de estos dulces para llevar conmigo en viaje del día siguiente.

El hotel Kadak Garden de Estambul, proporciona lo necesario para una noche de paso. El tema con estos hoteles cercanos al aeropuerto, es que están lejos de todo y de alguna manera te aíslan en sus corredores y cuartos. Te obligan a imaginarte la ciudad allá en la lejanía sin ti. Desde mi ventana una zona industrial que suma al gris del cielo, con un tráfico pesado que desalienta cualquier intención de explorar nuevamente los alrededores.


Me refugio en mi clase de yoga.

Bajo después de ducharme al restaurante y pido una sopa de lentejas que parecía más una deliciosa crema de arvejas. Je!

Octubre 18, 2018. Lista para el anhelado tour, el P22, muy temprano en el aeropuerto. El ingreso del taxi al área donde puede dejar pasajeros, es interrumpido por una requisa de parte de personal militar al auto. Sin embargo, llego a tiempo y puedo caminar para conseguir mapas por allí. Demarco la ruta que haremos hoy, con emoción.





Tres horas después de iniciarlo, la emoción se ha transformado en una sensación de logro. Sí, logré darme un vueltón por Estambul en tiempo record. Quedé antojada de más. Y justo allí, entiendo la potente estrategia de mercadeo de la aerolínea. La guía, una mujer sin velo, cuyo nombre es Jazmín estuvo genial. Habla alto y despacio y relata que Estambul está en la región de Marmara y que tiene 18 MM de habitantes. La capital de Turquía contrario a lo que muchas personas creen no es Estambul, sino Ankara. El fin del imperio otomano y la constitución de la república turca, ocurren en 1927, y está a cargo de Mustafá Kemal Ataturk, cuyo último nombre significa “padre de los turcos”. Jazmín es hábil en transmitir con entusiasmo los detalles que convierten Estambul en la perla que es. Punto de la geografía rodeado por agua, alcanzando a ser cuatro los mares que la rodean. Así, pues, un verdadero canal y flujo privilegiado, que toca dos continentes, el europeo y el asiático, con un puente, el de los mártires del 15 de Julio, que los une creando una imagen de una belleza inigualable.  Uno de los puntos del recorrido, el Palacio Dolmabahce, en medio de la bruma del día que intenta despejarse, parece una ilusión óptica. Fue construido por el arquitecto Garabet Amira Balyan. El acueducto de Valens sobresale en el recorrido de regreso al aeropuerto.









Alcanzo a percibir a esta ciudad a través de la luz difusa de un otoño incipiente y desde la ventana del bus turístico que nos transporta. Con lo que tengo, hago lo que puedo. En el palacio Dolmabahce consigo por fin un verdadero café turco. Me regalan acompañando una fruta confitada. Delicia. 






Lo disfruto lentamente mirando al puente sobre el Bósforo, el cual me regala una luz que hechiza.







Ya en la puerta de salida 219, paseando y revisando en la memoria quedan muchas historias o mini-relatos. 
Quizás el que más recordaré es el del ingreso a la zona de seguridad del aeropuerto, donde hacen un chequeo a través de máquinas y a algunas personas, les hacen revisión física de equipajes; en mi fila, hay un hombre que no se resigna a ver cómo le quitan un trompo de madera que tiene en su equipaje de mano. Claro como todo trompo, su punta es metálica, y por eso en el detector, no pasa. No puede subir al avión con él. Me da un poco de pena, saber que la ilusión del padre por llevarlo, será la decepción del hijo al no recibirlo. Y por otro lado, me pone a pensar, “¿por qué el detector de metales no identificó una navaja suiza, entre mi equipaje que tenía en mi morral de mano?”  Sigo sin  inconvenientes hacia sala de espera. 

Es un trompo la vida!  Estambul, hasta la próxima vuelta.





2 comentarios:

María del Socorro dijo...

Hola Sandra, agradable tu escrito. Se lee rápido, tan rápido como tu paso por Estambul.

María del Socorro dijo...

Adelante! Espero nuevas experiencias!!